Alunación.
Quiero decir eso (y no alucinación) porque creo que significa una especie de influjo muy fuerte y palpable de la fuerza lunar. Cómo os explico que cada vez que hay luna llena, algunas vibraciones aprovechan y se salen con la suya; y, al otro día, los seres humanos no entienden qué corno sucedió.
Alunados estábamos todos durante ese domingo a la tarde, ya que el sábado 12 la luna llena había descargado toda su intensidad sobre nuestros inocentes cuerpos (compuestos en un 70% de agua).
Y por la noche, encima, lloviznaba. Yo no entendía nada: me sentía irritada, estaba triste y quería salir, igual, a ver qué habíamos perdido realmente. Las conclusiones fueron éstas:
A primera vista, no se habían perdido las ganas de bailar el domingo a la noche en la plaza.
Tampoco las ganas de correr tras la pelota o andar en la bici.
Las ganas de revolear banderas, reírse con extraños y tocar bocina también estaban ahí.
Así como las ganas de no hacerle caso ni a los semáforos ni al clima. Y hacer un rato la que pinte, pasear, comerse un chori. Pero, a decir verdad, cada dos minutos el murmullo me recordaba lo que había sucedido.
En las últimas semanas, unas ganas y unas certezas de que ese festejo colectivo sucedería estuvieron siempre ahí. No sólo eso, sino que existían cada vez más fuertes, se acumulaban in crescendo.
Me perdí la vuelta por el Olmos el último 9 de julio: me repetía a mí misma que igualmente podría festejar una vez más el domingo. Al último hasta imaginaba la visita de la copa por las ciudades, los desfiles; en mi fantasía, hasta pegaba onda con Pipita Higuaín. Qué bravo todo.
Las ganas de tirar los papelitos habían podido más.
En verdad no sé muy bien qué hacíamos ahí, después de todo, contentos pero sin poder sostener la mirada un segundo y detener el puchero. De repente pensaba, qué hacemos que no hemos aprovechado las Leonas, los Pumas, las copas del tenis para celebrar más seguido. «Que no se corte» resumirían algunos.
Sobrevivía la costumbre de pasear a pie por la Yrigoyen, por ejemplo, sin tener que aguantar automóviles aquí y allá.
Ni qué decir de las latas de espuma loca, los redoblantes sonando sin parar y las bombas de estruendo propiamente detonadas.
Después de aquella final escurridiza y de aquel anochecer atontado y alunado de domingo, quedaron las ganas de llevarse el mejor souvenir de este mundial.
Y esa necesidad de apropiarse de todo, de recorrerlo todo, de salir no importa cómo a festejar a la calle una vez más.
Aquí va un enlace con muchos más pensamientos, reflexiones y comentarios sobre todo lo que sucedió: